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«Mi hijo sordo puede oír»

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«Mi hijo sordo puede oír»

Javier Hernando nunca había escuchado el trino de los pájaros o una cafetera en el fuego. No sabía cómo sonaba un papel que se arruga, la lluvia golpeando sobre el coche, una cuchara removiendo el café, la ropa cuando se roza, el zumbido de la nevera… Ni siquiera podía imaginar que su propia respiración pudiera oírse.

Escuchó estos sonidos por primera vez hace nueve años, con los 32 ya cumplidos. Hasta entonces, por una sordera profunda de nacimiento, solo había logrado percibir, con sus audífonos, golpes fuertes o sonidos altos pero poco precisos. Una intervención quirúrgica y un implante en su oído interno abrieron su mente adulta a un universo de sonidos. Como un miope que se pone gafas, comenzó a descubrir lo que pasaba a su alrededor.

—Es algo mágico —recuerda—. Pero no basta con el implante para que todo cambie. El efecto no es inmediato. Luego hay que aprender a escuchar.

Tuvo que interiorizar de dónde procedía cada sonido; ir grabando qué era cada cosa, qué significado tenía. El ruido de la lavadora o un trueno pueden ser muy inquietantes hasta que el cerebro sabe cómo contextualizarlos. Muy poco a poco, con paciencia y mucha rehabilitación, Javier empezó a descodificar el mundo con un sentido nuevo que hasta entonces apenas había usado.

Él habla despacio y lee los labios de su interlocutor. Le cuesta pronunciar algunas palabras y ve la tele leyendo los subtítulos. No puede cantar ni apreciar la música. Su capacidad auditiva ha dado un inmenso paso adelante, pero no escucha ni habla igual que una persona que nació oyendo. Ha pasado más de 30 años en un mundo de sonidos limitados.

Junto a él, una tarde de mayo, juegan en el patio de su chalet de una bonita urbanización de Majadahonda (Madrid) sus tres hijos, Iván, Alberto y Javier, de siete, cinco y tres años. Todos, sordos profundos de nacimiento. Todos, con implantes cocleares desde que tenían un año. Antes casi de saber caminar los metieron en un quirófano para hacerles una operación con anestesia general sobre el hueso del cráneo que en principio les va a permitir oír el resto de sus días.

Cuando los niños se ponen a hablar, muestran una capacidad lingüística asombrosa. Tanta, que por mucha atención que se ponga, es difícil distinguirlos de cualquier niño oyente de su edad. La tecnología y los avances médicos han creado un nuevo paradigma vital para ellos. “Estamos viviendo una revolución”, dice Marta Rodríguez Pina, esposa de Javier y madre de los niños, sorda también, con un implante desde que tenía 20 años. “Mis hijos oyen desde que eran bebés. Eso lo cambia todo”.

El matrimonio sabía ya, antes de que naciera el primer niño, que no había ninguna posibilidad de que concibieran un hijo que pudiera oír porque los dos son portadores de un gen que provoca sordera. “Así que antes de dar a luz ya estábamos moviéndonos para preparar la intervención”, recuerda Marta. No hubo dudas. Querían que los niños pudieran oír cuanto antes; que tuvieran una vida lo más fácil posible, con acceso a todo; que aprendieran a cantar y a hablar otros idiomas.

—La infancia de mis hijos está siendo muy distinta a la mía —dice Marta, de 35 años.

Ella, hija de médicos, sin antecedentes de sordera en la familia, nació en Ciudad Real. Pasó su niñez y adolescencia con audífonos en colegios no especializados. Recibió apoyo: logopedia cuatro días a la semana en su ciudad y un quinto en Madrid en el centro Entender y Hablar, pero no oía apenas. Trataba de no perderse cosas, pero era complicado. Iba al cine acompañada de una amiga que le iba narrando lo que se decía en la pantalla.

—Tanto Javier como yo hemos ido a la universidad. Él trabaja ahora en la empresa de su familia y yo tengo una plaza de funcionaria como fisioterapeuta, pero todo ha sido gracias a un empeño muy grande. Pasé años copiando los apuntes de mis compañeras y estudiando por mi cuenta, porque no entendía a los profesores.

—A mí me costaba hablar, participar —añade, a su lado, Javier—. Y había muchas barreras en la comunicación con los demás, me ponía tenso a menudo. Todo era más difícil. Decidí implantarme un día en el que en una reunión de trabajo no me enteré de nada.

Sus hijos ven los dibujos animados sin subtítulos, hablan por teléfono (y el mediano, Alberto, por los codos), corren mientras se van gritando entre ellos, cantan, aprenden inglés y música… Y a veces les dicen a sus padres que hablan “mal” o “raro”. Saben que ellos tienen más agilidad, que pronuncian mejor, que oyen con mayor nitidez. Durante la cena, van charlando:
—¿Está rico el helado?
—Buenísimo. ¡No habíamos tomado desde el verano!
—Mañana si hace bueno podríamos ir al Pardo y llevarnos las bicis, ¿qué os parece?
—No sé. Yo prefiero ir a la casa de Nicolás.

Los niños se dirigen a sus padres más despacio y mirándolos a la cara, conscientes, a pesar de lo pequeños que son, de las mayores dificultades de los adultos. Ellos están creciendo en otro mundo sonoro. El único indicio de su sordera para alguien no experto en la materia son los dos implantes que lleva cada uno, de los que solo se ven unas placas redondas imantadas en la cabeza y otra parte del aparato en forma de petaca que se sujeta con una pinza a la ropa, a la altura del hombro (en otros casos, cuelga de las orejas).

El cirujano que ha operado a Javier Hernando y a sus tres hijos es Rubén Polo, responsable de implantes cocleares del hospital Ramón y Cajal de Madrid. “Desde mi punto de vista, se trata de uno de los desarrollos médicos más importantes del siglo XX”, opina. “Ha habido pocos inventos de esta magnitud”.

La revolución se ha ido produciendo poco a poco, sin grandes alharacas. Los primeros implantes se hicieron en los años cincuenta, y a España llegaron en los ochenta y noventa. El Ramón y Cajal, por ejemplo, hizo el primero en 1991. Pero solo se llevaban a cabo con sordos adultos “poslocutivos”: personas que han escuchado en algún momento y han perdido la audición. Luego los hospitales empezaron a operar a adultos nacidos sordos si habían tenido alguna estimulación auditiva previa (con audífonos o prótesis). Más tarde se empezó con los niños y cada vez se fue rebajando más la edad hasta llegar a la situación actual, en la que se ponen los implantes en torno al año de vida; incluso antes en algunos casos. Al principio se hacía primero en un oído y después en el otro; ahora es habitual que sean simultáneos. Antes los implantes eran grandes, gruesos y farragosos; cada vez son más finos, cómodos y con mejor calidad de sonido.

Vídeo: https://www.youtube.com/watch?v=WDCRs3Ufn6U

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