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Microscopios de usar y tirar por menos de un dólar

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Microscopios de usar y tirar por menos de un dólar

“Lo que cualquier pardillo puede hacer por un dólar, un ingeniero puede hacerlo por un céntimo’, reza el dicho. Pensar en el coste como un factor limitador insufla nueva vida a viejas ideas y marca la diferencia entre influenciar a 100 personas o a mil millones”. Con esta filosofía, científicos de la Universidad de Stanford, en EE.UU., han ideado un microscopio de papel, que cuesta menos de un dólar, pero magnifica hasta 2.000 veces y cabe en un bolsillo. Han desarrollado además una centrífugadora de sangre manual de 20 céntimos —también de papel— que rinde como una de 5.000 dólares. Estos ingenios, desarrollados por el laureado bioingeniero indio de 36 años Manu Prakash, cumplen un doble objetivo: permitir el análisis de sangre en lugares sin electricidad para diagnosticar enfermedades como malaria, enfermedad del sueño y tuberculosis, y estimular la curiosidad científica entre millones de niños, incluyendo los de países en vías de desarrollo.

Las invenciones del Prakash Lab, el laboratorio del bioingeniero, están pensadas para hacer diagnósticos bajo un árbol. El microscopio plegable y de ultra bajo coste —conocido como Foldscope— está inspirado en el origami o arte japonés de la papiroflexia y pesa sólo 10 gramos. Sin embargo, es increíblemente resistente: se puede tirar desde un balcón de tres pisos, pisotearlo y sumergirlo en agua. Todavía funciona. Del tamaño de un marcador de libro, se ensambla en 10 minutos y permite detectar sin electricidad los microorganismos causantes de males como la esquistosomiasis y chagas. “Quería hacer el mejor instrumento de diagnóstico posible que pudiésemos distribuir prácticamente gratis. Lo que creamos fue un microscopio de usar y tirar”, explica Prakash, que ideó el ingenio con una beca de la Fundación Bill & Melinda Gates y junto con el entonces alumno de doctorado Jim Cybulski. Tras distribuir 50.000 microscopios en 135 países para fines de investigación y formativos —desde Uganda hasta Mongolia pasando por Perú—, han lanzado una spinoff para enviar un millón más, en concierto con centros educativos, entre agosto y diciembre de 2017.

Esta distribución masiva no es casual. “Todos los niños del mundo deberían llevar un microscopio en su bolsillo trasero, como quien lleva un lápiz”, sostiene Prakash. Él mismo, que en su infancia se apropió de las gafas de su hermano para fabricar —sin éxito— un microscopio casero, y que con sólo 31 años ya lideraba su propio laboratorio en una de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos. ¿Y qué harán las masas con una herramienta científica? Pues darle vida con aplicaciones insospechadas y adaptadas a las necesidades de cada lugar. Hasta ahora, este microscopio con una cuenta de cristal a modo de lente ya se ha utilizado para identificar huevos de plagas agrícolas en India; identificar medicinas y monedas falsas —esta última idea se le ocurrió a un niño nigeriano—; detectar bacterias en muestras de agua, y catalogar artrópodos en la selva amazónica, entre miles de otros ejemplos. Usos que abarcan desde las observaciones más sencillas hasta complejos estudios científicos, y que los usuarios comparten y debaten en comunidades locales y en la web Microcosmos. “Al ampliar el acceso a las herramientas científicas, ha emergido una diversidad increíble de aplicaciones, muchas de las cuales nunca habríamos podido predecir”.

Juego de niños

Si el microscopio se inspira en la papiroflexia japonesa, la centrífugadora de sangre manual Paperfuge lo hace en un juego universal con el que ya se entretenían los niños hace 2.500 años: un hilo y un botón. En 2015, Prakash y su alumno de postdoctorado Saad Bhamla se fijaron el reto de diseñar una centrífuga ultra barata y que funcionase sin electricidad. Una herramienta imprescindible para concentrar e identificar patógenos que se portan en sangre, como los causantes de la malaria. La finalidad era interesante, pero suponía volver a desafiar los límites sobre lo que es posible hacer con muy poco dinero y con materiales de uso diario y producción masiva. Tras semanas investigando modos de convertir la energía humana en fuerzas rotatorias, empezaron a fijarse en juguetes inventados antes de la era industrial —piezas tan humildes como un yo-yo—. Y entonces ocurrió algo extraordinario.

Una noche, Bhamla jugaba con un botón silbante —cuando tiras de los extremos del hilo, el botón suspendido en el centro gira y emite un zumbido—. Por curiosidad, instaló una cámara de alta velocidad para observar con qué rapidez giraba. “No podía creer lo que veían mis ojos: rotaba a hasta 15.000 revoluciones por minuto (rpm)”. A partir de aquí, los científicos se pusieron manos a la obra. “Antes de nosotros —constata Prakash—, nadie había comprendido cómo funcionaba realmente este juguete”. O sea, nadie había descrito de forma matemática cómo convierte el movimiento lineal en rotatorio. El resultado, después de probar y optimizar diversos prototipos, es un artilugio extremadamente sencillo de papel, cordel y plástico. Una herramienta que separa el plasma sanguíneo de las células rojas en un minuto y medio. Sin electricidad. Y con sus 125.000 revoluciones por minuto, podría ser el objeto giratorio propulsado por energía humana más rápido del mundo. ¿Y el coste? 20 céntimos de dólar.

Una de las ambiciones de Prakash es que estos inventos —a los que se suma un kit de química inspirado en una caja musical de papel perforado— permitan llevar un laboratorio completo en la mochila. Un laboratorio al servicio de trabajadores sanitarios, biólogos y niños en las zonas más remotas del mundo. Este 2017, Prakash Lab se ha aliado con profesionales sanitarios y comunidades de Madagascar para probar la centrífuga sobre el terreno. El objetivo, una vez superada la validación clínica, es su distribución a gran escala.

Ciencia e igualdad

Lo que hace Prakash se conoce como ciencia frugal. Tal y como remarcó la Fundación McArthur al entregarle la prestigiosa Beca Genius en 2016, sus invenciones “son tanto de bajo coste como extremadamente poderosas para sacar la ciencia del laboratorio y acercarla a partes del mundo donde las herramientas tradicionales no son viables”. La falta de equipamientos científicos es una de las grandes lacras a la hora de enfrentar retos en salud global. Combatir esta desigualdad y democratizar el acceso a la experiencia científica es, precisamente, la gran motivación de Prakash.

La ciencia frugal es importante para permitir el diagnóstico y tratamiento de enfermedades infecciosas en lugares sin servicios ni infraestructuras. Pero hay otro motivo de peso. Según el científico indio, que creció colándose en un laboratorio de química abandonado para fabricar sus propios fuegos artificiales y radio electrónicas, el acceso a la ciencia debería ser un derecho fundamental. “Una gran parte de la población mundial no tiene acceso ni tan siguiera a las herramientas científicas más básicas. Ello significa que buena parte de la humanidad no está participando en la creación de conocimientos”. Este potencial desperdiciado —para los individuos y para la comunidad global— incluye el de los centenares de millones de niños y niñas en situación de pobreza. Un semillero de fuerzas creativas como la del propio Prakash, pero sin ninguna oportunidad de plantearse la exploración científica.

A raíz del diseño de su kit de química para niños e investigadores, presentado en 2014, Prakash empezó a pensar en la conexión entre educación científica y salud global. “Para niños de cinco a 10 años, te ves obligado a diseñar artilugios robustos y muy versátiles: exactamente las mismas herramientas que podrían salvar vidas” en entornos remotos y con muy pocos recursos. El kit de química es otro ejemplo de herramienta barata (cinco dólares) y portátil que se puede utilizar, si cabe, en plena selva. Sus aplicaciones van desde testar la calidad del agua, hasta identificar venenos de picaduras de serpientes y valorar la composición de los suelos agrícolas.

Los inventos del Prakash Lab los puede ensamblar y utilizar un niño. En el caso del Foldscope, se pasa de un archivo de ordenador —que se puede imprimir y doblar por las líneas marcadas— a un microscopio operativo en tan sólo 20 minutos. En Tanzania, los escolares lo utilizan para ampliar las bacterias en sus manos y comprender —con su primera observación del mundo microscópico— la importancia de lavárselas para prevenir enfermedades. Es un ingenio sencillo y, sin embargo, diseñarlo ha supuesto años de investigación y 35 páginas de razonamientos matemáticos. Un tesón que el Prakash Lab sigue aplicando al diseño de nuevas soluciones para los retos en salud y educación global. Soluciones pensadas, no para un centenar de personas, sino para miles de millones.

Vídeo: https://www.youtube.com/watch?v=KDIhb3mFJ9I

Visto en: http://elpais.com/elpais/2017/06/25/planeta_futuro/1498374336_244895.html?id_externo_rsoc=TW_CC